jueves, 18 de noviembre de 2010

EL SILENCIO CÓMPLICE

Estoy pasando unos de esos días en que me avergüenzo de pertenecer al género humano. Unos de esos días en que de nuevo salta a primeras páginas de los periódicos uno de esos conflictos, noticia de unos días y olvidados el resto. Conflictos larvados, que el tiempo va pudriendo sin que nadie haga nada. No son cosa de un día, sino que se arrastran durante años, y de vez en cuando, asaltan nuestras conciencias, cuando la magnitud de la injusticia se multiplica y agranda.
Y siempre la tristeza de tener que volver al mismo punto de partida una y otra vez, de escribir siempre sobre lo mismo, porque como una serpiente que se muerde la cola, se repiten cíclicamente los mismos sucesos puntuales, que encubren realidades sociales y políticas de hipocresía, ambición, intereses poco confesables y apatía generalizada.
Hipocresía en las relaciones internacionales, tantas veces denunciada. Dobles varas de medir que hacen de los dictadores, enemigos acérrimos, cuando no se someten a nuestros intereses económicos o estratégicos, y amigos entrañables, cuando lo hacen.
No es nada nuevo, pero, la sensación de hastío, de impotencia, de rabia contenida hacia la injusticia y la brutalidad, se acrecienta, cuando esa hipocresía está en nuestra casa, y cuando la realiza un Gobierno que se dice socialista y defensor de los Derechos Humanos.
Hace ya 35 años que el pueblo saharaui, abandonado por la potencia colonial española, en manos de otro país conquistador, espera pacientemente y en paz a que se cumpla el prometido referéndum.
El estallido de violencia de manos de una dictadura que no respeta ni la libertad de expresión, ni los Derechos Humanos, ni los acuerdos internacionales, ha sido desgraciadamente silenciado tanto por este país nuestro, como por las instancias europeas e internacionales. ¿Qué necesitan nuestros gobernantes para condenar estos hechos? ¿Acaso necesitan que desaparezcan de la faz del desierto los ciudadanos saharauis? ¿Será esa una prueba suficiente? ¿O será necesario que los cadáveres y los torturados se depositen cuidadosamente a las puertas del Congreso?
Treinta y cinco años de espera, condenados a vivir en la pobreza, cuando no en la miseria, dispersos y asentados en el duro desierto argelino unos y en un territorio ocupado por una dictadura que les oprime otros, sin apoyo real de nadie y mermando cada día la esperanza de recuperar el trozo de tierra que antaño habitaron, puede acabar con la paciencia de este pueblo. Y si un día ante la impotencia y la desesperación, deciden coger de nuevo las armas, ¿qué haremos? ¿Qué diremos? ¿Hablarán entonces los gobiernos del mundo “libre” de un nuevo fenómeno de terrorismo? ¿Serán entonces el nuevo enemigo a combatir?
Ya dice la medicina que prevenir es curar, a ver cuando nuestros dirigentes, se dan un paseo por el mundo y se deciden a prevenir el estallido violento de los conflictos antes de que nos estallen a todos – y sobre todo a ellos- en las narices.
Anubis

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